Monday, January 11, 2016

Migrantes… en la tierra prometida



Verde que te quiero verde…
Decir que Santa Cruz es verde es redundante pero necesario. Desde donde se vea, el paisaje es verde, así se matice con los colores brillantes de un día soleado o los grises de un cielo plomizo por lo nublado.

Y verdor significa productividad. Santa Cruz es una tierra bendita de Dios capaz de producir hasta en los terrenos más difíciles. Su altitud y humedad ayudan a ello. Eso, y su clima benigno, la convirtieron en la tierra prometida no solo para los bolivianos sino para los agricultores allende las fronteras.

Menonitas
Franz Schmidt es boliviano, igual que sus padres, pero su origen es alemán y menonita.

Sus antepasados dejaron Alemania justo cuando estallaron los conflictos por la reforma protestante, en el siglo XVI. Con tanto tiempo transcurrido, es difícil saber si los Schmidt de aquel tiempo dejaron Alemania con el fin de llevar su misión religiosa a otros países o bien huyendo de la persecución desatada por el rey Carlos I de España o Carlos V de Alemania. Lo que sí sabe Franz es que sus antepasados se establecieron primero en México y, luego de siglos, decidieron emigrar a Bolivia porque alguien les habló de una tierra verde y productiva llamada Santa Cruz.

Llegaron en la década del 50 junto a unas 2.000 familias provenientes no solo de México sino también Canadá y Estados Unidos. Se asentaron en la amazonia y el chaco de los departamentos→ →de Santa Cruz, Beni y Tarija. Llegaron con su mensaje religioso y sus tradiciones, tan rígidas como las enseñó Menno Simons quien predicaba el cumplimiento expreso de las enseñanzas de la Biblia.

Durante años, los menonitas trabajaron la tierra y consiguieron de ella lo necesario para sobrevivir. Empero, al igual que en otros países, no modificaron ni sus costumbres ni su forma de aplicar la Biblia. Franz cree que esa rigidez evitaba el progreso ya que impedía, entre otras cosas, que se asumieran medidas para cambiar las prácticas agrícolas.

Hacia 1989, tres hermanos menonitas dejaron su colonia original y se asentaron en otra a la que llamaron Chihuahua. A diferencia de sus predecesoras, esta agrupación se abrió no solo a las nuevas prácticas agrícolas sino también a la convivencia con otros grupos sociales. El resultado fue la productividad y el progreso.

Ahora, unas 200 familias de menonitas administran parcelas comunitarias de no más de 50 hectáreas en las que cultivan soya, maíz y otras oleaginosas que venden a industrias como Fino o Gravetal. Mantienen su fe en Cristo y siguen devotos de la Palabra de Dios, expresada en la Biblia, pero no llegan a radicalismos tales como evitar transfusiones de sangre o cerrarse a la tecnología.

Viven bien y prosperan, aunque, al igual que los demás agricultores de Santa Cruz, tengan que enfrentarse al clima, a las plagas y a la falta de comprensión de los gobiernos ante las prácticas agrícolas de avanzada.

Latinos
La mayoría de los habitantes del agro cruceño no son cruceños.
Entre menonitas y occidentales viven también argentinos, paraguayos, brasileños y alguno que otro estadounidense que prefirió probar suerte allá y no en los valles de su país.

Donizete Fernandes, por ejemplo, es brasileño y ha construido la “Hacienda del Señor” en el norte integrado de Santa Cruz. Allí se ha aliado con el boliviano Marín Condori Mamani, un migrante de Orinoca cuyas investigaciones sobre el fitomejoramiento de especies vegetales le llevaron a desarrollar una nueva especie de soya, una denominada “Belén” en homenaje a la aldea donde nació Jesucristo.

Y es que Donizete, al igual que decenas de productores del agro cruceño, es un convencido de que la única manera de enfrentar a los enemigos de la producción es mediante la biotecnología, que permite experimentar cruzamientos entre diferentes especies para encontrar otras nuevas.

De la misma opinión es el argentino Guillermo Rocco, propietario de las haciendas “La Estrella” y “Puerto Alegre” donde se desarrollaron los cultivos de la chía al extremo de crear una sobredemanda que ocasionó el desmoronamiento de su precio en el mercado internacional. Él, al igual que cientos de productores de oleaginosas, se queja por los problemas que debe enfrentar para vender sus productos. “Los últimos años hemos tenido muchos problemas con la salida de granos”, explica. Mientras en Bolivia es sencillo introducir alimentos, por la escasa regulación, los productores bolivianos no pueden introducir los suyos a los otros países por un fenómeno a la inversa; es decir, porque se enfrentan a demasiadas condiciones. Por ello, mientras la producción del exterior abarrota los mercados, la producción de los bolivianos se acumula en los silos y llega a tal extremo que los productores tuvieron que recurrir a silos móviles para guardarla.
Pero esas dificultades, unidas a los enemigos naturales de la producción, no les amilanan.

Y es que los productores podrán ser brasileños, argentinos o paraguayos pero, cuando llegan a Bolivia lo hacen para quedarse. El gerente general del Instituto Boliviano de Comercio Exterior, Gary Rodríguez, apunta que “extranjero que viene acá, se queda, invierte y hace familia”. Por ello, gente como Fernandes o Rocco adoptan la ciudadanía boliviana y enfrentan clima y plagas, como los otros migrantes, los que vienen del interior de Bolivia.

Sí. El verde es productividad pero no garantiza buenos resultados. La verdad es que, más allá de los colores, el buen clima y las tierras fértiles, producir en Santa Cruz no es fácil y, muchas veces, el productor tiene que construir sus propios caminos para sacar su producción. El Estado construye pero poco y no llega hasta los campos más alejados. Para llegar a ellos, los productores tienen que poner su dinero.

Sin embargo, nadie se va. Ninguno de los que llegaron de fuera, sea del interior o el exterior del país, se rindió ante las adversidades. Quizás, como lo admite Emigdio García Martínez, potosino de Vitichi que vive en San Julián desde hace 32 años, Santa Cruz es, en efecto, “la tierra prometida, una tierra fértil, una tierra que puede dar muchos productos”.

O bien, como subraya Richard Paz, productor cruceño, Santa Cruz es la tierra que produce el 70 por ciento de los alimentos que consume Bolivia.

Franz Schmidt es boliviano, igual que sus padres, pero su origen es alemán y menonita. Sus antepasados dejaron Alemania justo cuando estallaron los conflictos por la reforma protestante, en el siglo XVI. Con tanto tiempo transcurrido, es difícil saber si los Schmidt de aquel tiempo dejaron Alemania con el fin de llevar su misión religiosa a otros países o bien huyendo de la persecución desatada por el rey Carlos I de España o Carlos V de Alemania. Lo que sí sabe Franz es que sus antepasados se establecieron primero en México y, luego de siglos, decidieron emigrar a Bolivia porque alguien les habló de una tierra verde y productiva llamada Santa Cruz.

La guerra por la producción
Con el apoyo de instituciones como el Instituto Boliviano de Comercio Exterior y la Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas, los productores de Santa Cruz crearon los Centros Regionales de Experimentación Agropecuaria (CREA), cada uno integrado por 12 miembros que se reúnen una vez al mes, siempre en diferentes haciendas con el fin de intercambiar experiencias sobre los éxitos y fracasos en la lucha contra los enemigos de la producción.

“Es una guerra —admite Richard Paz, del grupo CREA Este— porque primero tenemos que pelear con las hierbas, luego con los chinches y gusanos y luego con el clima”.

Y es que los enemigos de la producción no dan tregua en ninguna época del año y no les importa si el productor es boliviano, argentino, brasileño o menonita.
Una vez que se puso la semilla, el primer enemigo es la hierba, que amenaza con ahogar los brotes, y, una vez derrotada, aparecen bichos como los chinches y los gusanos. Algunos, como el denominado “gusano cogollero”, esperan a que la plata estén bien crecida para empezar a saciarse de ella. “Siempre hay algo con qué distraerse”, comenta Paz con sarcasmo.

La única defensa posible es la fumigación. Los campos de soya, por ejemplo, son rociados con insecticida que avionetas desparraman hasta dos o tres veces por cosecha. Y claro que eso es peligroso para la salud pero la gente, predispuesta en contra de la manipulación genética, prefiere que sus alimentos sean rociados con insecticida.

Bolivianos o no bolivianos, menonitas o no menonitas, los productores prefieren usar la tecnología no solo para enfrentar las plagas, sino para mejorar su productividad. “Con la tecnología hemos llegados a tener hasta tres cultivos por año”, agrega Paz.

En el agro cruceño no existen dogmas, ni los radicalismos que caracterizan a grupos como los menonitas. Más del 80 por ciento del área cultivable de Santa Cruz se trabaja mediante la siembra directa, que es la que considera al suelo como un ser vivo que no puede descansar porque “si lo dejamos sin actividad, se aletarga”.

Y la tierra trabaja todo el tiempo, ya sea para el forraje que aprovechan las reses o para los diferentes cultivos. Los campos cruceños se han industrializado y emplean la agricultura de precisión. Las sembradoras, muchas de ellas valoradas en cientos de miles de dólares, son computarizadas y determinan, con exactitud, cuánta semilla debe depositarse por surco y la distancia entre una y otra.

Allá, en el agro cruceño, no hay migrantes ni forasteros. Todos son productores, todos son bolivianos y todos luchan para mejorar la producción.


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